Comentario
El sucesor de Amenofis III fue su hijo Amenofis IV, sobre el que se ha vertido abundantansíma literatura, por lo general repugnante, que tenía como objetivo crear alrededor del nuevo monarca un entorno entre místico y extrahumano, supuestamente deseable para los lectores entusiasmados con el misterioso Egipto, de cuya avidez estos creadores de fiemo obtendrían pingües beneficios. Ciertamente, la investigación egiptológica tiene una parte de responsabilidad en tal situación, pues, por una parte ha despreciado la difusión de las aberrantes manipulaciones del simplificado del llamado Akhenatón (y otros extremos de la cultura egipcia), considerándolas como inmerecedoras de su atención; por otra parte, la propia interpretación histórica ofrecida desde instancias académicas provoca con frecuencia cierto sonrojo, pues propicia las espurias versiones que acabamos de lamentar. No obstante, la bibliografía más reciente devuelve las aguas a su cauce, intentando los problemas en procesos de racionalidad asumibles por cualquier inteligencia no alterada por la necesidad del exceso.
Aparentemente el mayor atractivo que produce el reinado de Amenofis IV son las alteraciones a la norma cultural, expresadas esencialmente mediante un lenguaje artístico novedoso, el ensayo de un nuevo sistema religioso y la fundación de una nueva capital. Cada uno de estos enunciados encierra un conjunto de problemas adicionales cuya disección sería demasiado prolija. Sin embargo, podemos intentar una explicación sobre la época. La imagen romántica presentaba a Akhenatón como un gobernante revolucionario en lo social motivado por sus particulares inquietudes religiosas. Su degradación física, reflejada en el arte, habría sido -según no pocos investigadores- la razón última de su acción política, sorprendente más por el deseo de los autores modernos que por sus circunstancias reales. Sin embargo, el físico no puede ser la variable significativa del reinado de Amenofis IV, pues la historia está plagada de gobernantes degradados física y psíquicamente que no desarrollan inquietudes similares a las que se atribuyen a Akhenatón.
Una de las claves que explican el proceso es el paulatino incremento del poder de los sacerdotes de Amón, que habían acumulado riquezas y prerrogativas hasta el extremo de impedir la independencia del poder faraónico. Mientras el monarca se mantuviera sumiso y aceptara la situación no afloraría el conflicto político. En cambio, un deseo de autonomía en la toma de decisiones por parte del faraón repercutiría negativamente en la estabilidad de las relaciones. Pero la ruptura de ese equilibrio sólo podía ser afrontada por un faraón que se sintiera sólidamente establecido en el trono. Y esa parece ser precisamente la situación de Amenofis IV, cuyo poder se pone de manifiesto en la propia duración de su reinado, más de veinte anos, y en que la condena de su memoria no comienza hasta pasados cincuenta años desde su muerte, y ello a pesar de su abierta confrontación con determinados poderes fácticos del período precedente. De hecho, Akhenatón se manifiesta en su iconografía como faraón victorioso, siguiendo el tradicional prototipo de monarca guerrero, que lo aleja sensiblemente de la imagen pacifista con la que se ha pretendido envolverlo. Es cierto que durante su reinado disminuyen las confrontaciones armadas en Asia y que poco después comenzará a manifestarse un deterioro de la hegemonía egipcia en Palestina y buena parte de Siria. Sin embargo, no tenemos seguridad de que exista una relación causal entre ambas realidades, pues la cantidad de variables que intervienen en la correlación de fuerzas en el espacio internacional es tal que atribuir el deterioro a la conducta personal del faraón es una reducción demasiado simplista, ya que no tiene en cuenta el factor determinante que es la situación interna de cada uno de los grandes estados en liza y sus relaciones políticas. Las propias tablillas de la cancillería real de Tell el-Amarna, que contienen parte de la correspondencia con los estados contemporáneos, ponen de manifiesto la complejidad de la época y la atención de la corte faraónica a los asuntos internacionales.
El traslado de la capital desde Tebas a Akhetatón, Horizonte de Atón, actual Tell el-Amarna, se realizó en el año siete u ocho del reinado, por lo que su proyecto debe de ser coincidente con los primeros síntomas del cambio estético que se aprecian ya en algunas obras del segundo año. Todo ello induce a pensar que el monarca había decidido lo que iba a hacer cuando todavía era corregente con su padre. Ya durante el reinado de su abuelo se había introducido el culto al disco solar llamado Atón, que le servirá al faraón de referente y fundamento de su reforma. Esta no puede ser calificada como implantación de una religión monoteísta por diversas razones. En primer lugar porque el cambio sólo afecta a una parte del grupo dominante, el que se instala en el solar amárnico. La masa social permaneció al margen de la reforma religiosa; la paradoja aparece en las casas de los trabajadores de la nueva capital que siguen venerando a Amón. Por otra parte, la persecución de la tríada tebana (Amón, Mut y Khonsu) se produjo, al parecer, en los dos últimos años de su reinado, por lo que la implantación del culto a Atón en el ámbito cortesano fue acompañada por el respeto a las divinidades anteriores, que no fueron excluidas del panteón, pero tampoco instrumentalizadas por Akhenatón para consolidar su poder. En consecuencia, no se trata de una revolución, como a veces es designada, sino de un verdadero golpe de estado (autogolpe se da en llamar a situaciones afines actuales). Tampoco resulta excesivamente apropiado hablar de monoteísmo, concepto quizá ajeno al pensamiento del faraón que se consideraba a sí mismo divino. El problema del monoteísmo está artificialmente construido por la proximidad geográfica y cronológica del modelo judío y se han buscado en vano las posibles conexiones entre los dos sistemas o la influencia en Akhenatón de experiencias religiosas asiáticas. En realidad, todo esto ayuda bien poco a comprender el proceso histórico, por más analogías que se pretendan encontrar entre el "Himno a Atón" y el "Salmo 104: Himno a Yahveh Creador", posibles -en última instancia- por la capacidad de escribir y de leer, que no por una fuente común de inspiración divina. El Himno a Atón no es una declaración monoteísta (a pesar de la expresión aplicada también a otros dioses (¡Oh dios único, que no tiene par!), sino la exaltación de un dios creador (Tú creaste el mundo según tu deseo, el mundo cobró ser por tu mano, incluso de los extranjeros: Todos los países extraños y distantes (también) hiciste su vida, fecundador (¡Creador de simiente en las mujeres, / tú que haces el fluido en el hombre, / que retienes el hijo en las entrañas de la madre), principio vital (Cuando te pones en el horizonte oriental, / llenas todos los países de tu belleza... / Cuando te pones en el horizonte occidental, / la tierra se oscurece, al modo de la muerte), administrador de la providencia (Tú pones cada hombre en su lugar, / tú provees a sus necesidades: / todos tienen su alimento y el tiempo de su vida está decretado), principio inalcanzable, excepto para Akhenatón (Y no hay otro que te conozca / sino tu hijo Neferkheperu-Re Ua-en-Re, / porque le hiciste bien versado en tus proyectos y en tu fuerza).
Así pues, Akhenatón se reserva el papel mediador que habían ostentado tradicionalmente los faraones, a través del cual conservaba el control ideológico del Estado. La originalidad en este ámbito queda muy reducida si admitimos que el llamado cisma amárnico no es más que un desarrollo exagerado de la teología heliopolitana de Ra, con el objetivo de restaurar una monarquía teocrática y absolutista, como correspondía al gran Estado desarrollado por la labor de los tutmósidas. El carácter autocrático se expresa con su máxima dimensión en el arte. Ahora más que nunca el faraón se convierte en el tema de representación (aunque sea él en familia) y se busca ese efecto rompiendo los cánones tradicionales mediante una plasmación más natural (no exenta de aberración) y supuestamente más popular. Este es otro de los extremos engañosos de la literatura relacionada con Akhenatón, ya que pocos elementos populares tenían acceso a su arte populista y su supuesta política en tal dirección parece completamente desbaratada cuando en la restauración tebana se tiene que decretar que los agentes del fisco no sigan abusando de los contribuyentes. Ciertamente, Akhenatón estaba demasiado alejado de su pueblo.
Amenofis IV había hecho un peculiar uso de Maat y su sucesor, Tutankhamon (es posible que antes hubiera sido heredero Smenkharé, ya que ejerció la corregencia), se vio forzado a restaurar el orden, cuya dimensión exacta se reduce al ámbito de la proyección ideológica y la devolución de las prerrogativas arrebatadas a Amón, pues en lo relativo a los ámbitos estructurales del estado, la realidad no había sufrido alteraciones profundas. Es significativo, desde el punto de vista político por ejemplo, que desde Tutankhamon hasta Ramsés I la sucesión no se realiza de padre a hijo, sino a través del matrimonio, sin que se produzca ningún altercado en la herencia. Y aunque hubiera pérdida de territorios, la crisis en la política exterior tampoco es profunda, pues los sucesores de Amenofis IV resuelven sin dificultades especiales los problemas que les plantea su presencia en Asia. Y en el interior no se aprecia aún la crisis, pues algo más adelante se perciben síntomas de una severa inflación, nada que revele problemas económicos o sociales más acentuados que en cualquier otra época. En consecuencia, la reforma de Akhenatón parece no haber tenido repercusiones más allá del período de Tell el-Amarna.
Unos nueve años de la década de los treinta reinaría Tutankhamon, cuya más destacada acción de gobierno fue la restauración de la tradición alterada por su predecesor. La juventud del monarca, que contaba a la sazón con unos diez años, obligó a su pariente Ay a asumir la regencia. Y puesto que el decreto de restauración fue promulgado en Menfis antes del cuarto año del reinado, podemos concluir que el responsable de la nueva política fue el regente. Desde el punto de vista constructivo destaca la atención dedicada a los templos, especialmente en Tebas, a pesar de que la corte fija su residencia en Menfis, quizá por imperativos militares relacionados con la situación en Asia. A los diecinueve años de edad muere Tutankhamon; no parecía destinado a ser uno de los más famosos faraones, pero los profanadores no saquearon su tumba que, ricamente amueblada, permaneció casi intacta hasta su hallazgo en 1922. En ausencia de herederos, su viuda envió un mensaje, presumiblemente inducida, al Gran Sol de Hatti, Suppiluliuma, con el que se mantenían disputas fronterizas desde tiempo atrás, solicitándole el matrimonio con uno de sus hijos, que habría de convertirse en faraón. Lo extraordinario del caso provocó series reticencias en el rey hitita, pero finalmente accedió. Sin embargo, el príncipe enviado murió en extrañas circunstancias camino de Egipto. La complicada situación fue resuelta por Ay que tomó las riendas del poder y se convirtió en faraón, pero por poco tiempo, ya que fallecía cuatro años más tarde. Cabe la posibilidad de que Ay hubiera tenido a Horemheb como regente. Este era un afamado general, comandante en jefe de las fuerzas armadas, tal vez procedente del círculo amárnico y reconvertido ahora en garante del orden restaurado. Su matrimonio con una princesa de la familia real le facilitó el acceso legal al trono y mantenerse en él durante un cuarto de siglo. Este será el último representante de la dinastía XVIII, aunque la línea de los tutmósidas se agota en Tutankhamon. La posición canónica de Horemheb en la dinastía XVIII y el comienzo de la XIX con Ramsés I, justifican el respeto por dicho orden.
Durante el reinado de Horemheb Palestina se mantiene firme bajo el control egipcio y las fronteras con los hititas parecen estables. Esta aparente pasividad del militar en Asia resulta doblemente desconcertante, si tenemos en cuenta que tampoco parece haber desarrollado una política de gasto en la erección de monumentos, ciertamente escasos para un reinado tan largo; quizá no sea demasiado aventurado considerar estos factores como síntomas de la situación real en la que se encontraba el estado. Pero no se haría justicia al último representante de la XVIII dinastía si no se hiciera referencia a sus desvelos por la concordia interior, que lo condujeron a una reforma profunda en la administración, según nos transmite una estela procedente de Karnak.
La muerte de Horemheb, sin descendencia, pudo haber sumido al país en una crisis sucesoria. Sin embargo, a pesar de no estar tipificados, los mecanismos de sucesión funcionan correctamente, ya que el faraón transmitió sus poderes a otro militar para garantizar la estabilidad. Será Ramsés I, fundador de la nueva dinastía.